Las lucubraciones fastidian y nos hacen perder el tiempo. Vámonos nomás al grano y dejémonos de jorobar. Matemos al autor, porque el autor es pernicioso y antihigiénico. Es una personalidad non grata en la jurisdicción del calibre de este asunto. La firma, el apellido, la inicial del apellido, las mayúsculas, la foto tipo retrato tres cuartos, cualquier elemento que vincule o enaltezca la identidad individual del autor es hipócrita. Es un engaño. Y debe morir, debe ser acreedor de un violento y sádico atentado. Debido a que el autor es una presunción engañosa, no tanto para él mismo como para los lectores. El lector, el receptor del mensaje en cuestión, poco le interesará el contenido mismo, el valor inherente a la obra, en relación a la fama y reputación que el autor haya cultivado. Digámoslo así: consideramos a (en esta parte me tengo que detener porque no se si debiera o no citar un nombre propio... no, que desperdicio) tal autor apriori a la obra, independientemente. Le depositamos a su creación el valor que le damos por el rótulo del autor y su bagaje cultural, intelectual por encima y de antemano. Como idiotas. Como si no pudiésemos vendarnos alguna vez los ojos y palpar tan intenso como los ciegos. Algún semiólogo nos enseñaría que la obra, digamos el texto, es una confluencia de una colectividad de autores. El resultado (producto) es la acumulación de pasado linguistico. Quiero decir ''cultural'' pero ese término es otro que próximamente nos encargaremos también de exterminar. Así que, gente linda, aprendamos a leer los libros al revés, o boca abajo, u hombros repletos de nudos. Aprendamos a leer como se nos ocurra y venga en gana ahora o más tarde a la noche. Todo mientras sea en vías de desatender al gentil autor o a su responsabilidad privada.
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