Ya paró de llover. Y las nubes de a poco van desenganchándose, grabando el cielo de estrías. Son casi las siete de la tarde (porque es verano) y los colores que se envuelven y desenvuelven a fuego lento, ocasionan un mudo y paulatino estallido similar al de una flor que despierta malhumorada pero dispuesta en encomendarse a la rutina. Miles de metros por debajo de las nubes se encuentra Claribel sentada en una parada de colectivo. En su cabeza aún se puede apreciar como resuena la música fuera de moda que disfruta tanto escuchar en el mercadito chino, mientras hace fila en caja y observa detenidamente la variedad de porquerías dulces ofertándose junto a la máquina registradora. Ella decide escoger la de envoltura tornasol. Y para cuando cambia de parecer, optando esta vez por el chocolate con ron y pasas, el empleado del mercadito chino le balbucea algo que solo puede interpretarse como un ‘es tu turno, vení, pagá, ponéte a vos y a tus cosas en una sola bolsa y andáte’. A Claribel no le resulta tan violento como a mí. Ella es más dispersa. Estoy seguro que antes de hacer lectura de lo ocurrido, ya les prestaba atención a los botones cóncavos del saco para lluvia que traía puesto un señor que hacía entrada por la puerta silbando una milonga. Mientras tanto, la mano izquierda de Claribel sostenía el vuelto y el recibo. Ella no lo contó , debió hacerlo, porque le faltaban veinticinco centavos. Pero hasta ese entonces Claribel apuntaba su mirada hacia las gotas de lluvia que aún permanecían pegadas al parabrisas de un Peugeot 504 estacionado desde hacía dos días. Pequeñas gotas pintadas con pinceles de luz ocre, pensó ella. Y se fue caminando en dirección a la parada de colectivo de la línea cuarenta y cuatro.
Claribel, aunque muy pocos lo sepan, es una chica explosiva. O que repentinamente, sin aviso alguno explosiona. Es sabido que, previo a toda explosión, se produce un breve lapso de absoluta quietud. La total ausencia de posibles pasajeros aguardando el colectivo en la parada, representa aquella quietud. Ni un solo individuo. Ni una sola gota que se aferre tenazmente a la superficie lisa de un parabrisas. Fue en ese instante que Claribel empezó a llorar. Y sus mejillas se empañaron de rojo, también lo hizo su nariz. Se llevo las manos a los ojos pero no fue capaz de contener el desborde de sus lágrimas. Por lo que tuvo que buscar un pañuelo en su bolsillo para auxiliarse. Sin embargo, lo único que encontró fue un caramelo de mandarina envuelto en celofán tornasol. Funciona mejor que un pañuelo, pensó ella. Y sus pupilas se dilataron y los dedos de ambas manos comenzaron a bailar alborozamente. La euforia es un periquete de fuga. Se trata de una estación en la que nos detenemos a estirar las piernas y fumar un cigarrillo, para luego re abordar la locomotora de la angustia que nos dirige por las vías de la existencia. Es preciso que la euforia tenga que ser efímera, como el adormecimiento del pómulo tras un fuerte manotazo que nos devuelve a la conciencia. Ya que de lo bueno, poco. Y de lo malo menos, reflexiona ella.
A continuación se hace presente sobre la parada de colectivo un muchacho. Su aspecto es irrelevante. Claribel opina lo mismo, aun sin poder desprender su atención a su insistente manía por rechinar los dientes. Por fin el colectivo llega y Claribel asciende, deposita las monedas en la máquina, recoge el cambio junto al ticket y elige el asiento individual situado encima de la rueda con ventana a su izquierda. Sentada, se dispone a desenvolver los parpados imitando a las cortinas metálicas que ve cerrarse en cada negocio de Once. Sé que ahora ella percibe sólo imágenes surrealistas en su mente, como la de un vaso de singani que antes de hacer contacto con su boca despide una multitud de tallarines con tuco. Después aparece caminando en Plaza San Martín, donde su sombra expuesta sobre las baldosas es un charco animado de pintura látex rosa. Como yogurt, piensa ella. Claribel siente hambre. Claribel sonríe. Claribel abre de pronto sus grandes ojos con espanto. Se reincorpora de un salto, oprime el botón para bajar y se dirige a toda prisa de vuelta al mercadito chino donde la bolsa con puré de tomate, duraznos y yogurt de frutilla quedó abandonada y a la espera impaciente de su dueña.
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