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viernes, 11 de febrero de 2011

La delicada concentración


Ya paró de llover. Y las nubes de a poco van desenganchándose, grabando el cielo de estrías. Son casi las siete de la tarde (porque es verano) y los colores que se envuelven y desenvuelven a fuego lento, ocasionan un mudo y paulatino estallido similar al de una flor que despierta malhumorada pero dispuesta en encomendarse a la rutina. Miles de metros por debajo de las nubes se encuentra Claribel sentada en una parada de colectivo. En su cabeza aún se puede apreciar como resuena la música fuera de moda que disfruta tanto escuchar en el mercadito chino, mientras hace fila en caja y observa detenidamente la variedad de porquerías dulces ofertándose junto a la máquina registradora. Ella decide escoger la de envoltura tornasol. Y para cuando cambia de parecer, optando esta vez por el chocolate con ron y pasas, el empleado del mercadito chino le balbucea algo que solo puede interpretarse como un ‘es tu turno, vení, pagá, ponéte a vos y a tus cosas en una sola bolsa y andáte’. A Claribel no le resulta tan violento como a mí. Ella es más dispersa. Estoy seguro que antes de hacer lectura de lo ocurrido, ya les prestaba atención a los botones cóncavos del saco para lluvia que traía puesto un señor que hacía entrada por la puerta silbando una milonga. Mientras tanto, la mano izquierda de Claribel sostenía el vuelto y el recibo. Ella no lo contó ,  debió hacerlo, porque le faltaban veinticinco centavos. Pero hasta ese entonces Claribel apuntaba su mirada hacia las gotas de lluvia que aún permanecían pegadas al parabrisas de un Peugeot 504 estacionado desde hacía dos días. Pequeñas gotas pintadas con pinceles de luz ocre, pensó ella. Y se fue caminando en dirección a la parada de colectivo de la línea cuarenta y cuatro.

 Claribel, aunque muy pocos lo sepan, es una chica explosiva. O que repentinamente, sin aviso alguno explosiona. Es sabido que, previo a toda explosión, se produce un breve lapso de absoluta quietud. La total ausencia de posibles pasajeros aguardando el colectivo en la parada, representa aquella quietud. Ni un solo individuo. Ni una sola gota que se aferre tenazmente a la superficie lisa de un parabrisas. Fue en ese instante que Claribel empezó a llorar. Y sus mejillas se empañaron de rojo, también lo hizo su nariz. Se llevo las manos a los ojos pero no fue capaz de contener el desborde de sus lágrimas. Por lo que tuvo que buscar un pañuelo en su bolsillo para auxiliarse. Sin embargo, lo único que encontró fue un caramelo de mandarina envuelto en celofán tornasol. Funciona mejor que un pañuelo, pensó ella. Y sus pupilas se dilataron y los dedos de ambas manos comenzaron a bailar alborozamente.  La euforia es un periquete de fuga. Se trata de una estación en la que nos detenemos a estirar las piernas y fumar un cigarrillo, para luego re abordar la locomotora de la angustia que nos dirige por las vías de la existencia. Es preciso que la euforia tenga que ser efímera, como el adormecimiento del pómulo tras un fuerte manotazo que nos devuelve a la conciencia. Ya que de lo bueno, poco. Y de lo malo menos, reflexiona ella.

 A continuación se hace presente sobre la parada de colectivo un muchacho. Su aspecto es irrelevante. Claribel opina lo mismo, aun sin poder desprender su atención a su insistente manía por rechinar los dientes. Por fin el colectivo llega y Claribel asciende, deposita las monedas en la máquina, recoge el cambio junto al ticket y elige el asiento individual situado encima de la rueda con ventana a su izquierda. Sentada, se dispone a desenvolver los parpados imitando a las cortinas metálicas que ve cerrarse en cada negocio de Once. Sé que ahora ella percibe sólo imágenes surrealistas en su mente, como la de un vaso de singani que antes de hacer contacto con su boca despide una multitud de tallarines con tuco. Después aparece caminando en Plaza San Martín, donde su sombra expuesta sobre las baldosas es un charco animado de pintura látex rosa. Como yogurt, piensa ella. Claribel siente hambre. Claribel sonríe. Claribel abre de pronto sus grandes ojos con espanto. Se reincorpora de un salto, oprime el botón para bajar y se dirige a toda prisa de vuelta al mercadito chino donde la bolsa con puré de tomate, duraznos y yogurt de frutilla quedó abandonada y a la espera impaciente de su dueña.

viernes, 4 de febrero de 2011

Algo se está rompiendo

Te traté como a una desconocida, Ciudad. Y de pura antipatía. Desinteresado en querer resbalar por el tobogán de tus ojos de humo. Que me fosilizan entero. Ayer pisé el pasto con insectos; hormigas, ciempiés, alacranes y de esas libélulas con piel de rama. Diformismo foliar. Hoy me barro por tu asfalto a besos, confundiéndome con las piedras. Ya que, cuando se transita por los pasillos de tu cuerpo no me detengo a penetrar sobre las diminutas piedras cobre y sangre con la vista. Más tarde me di cuenta que no podía seguir siendo tan indiferente. Esta vez reaccione rápido. Y te retrato sin omitir las variadas esquinas que ornamentan tu perfil. Y te alimento desde el plato, con las manos, a la nariz. Desde sus ductos, por la garganta y hasta el cerebro. Juntos nos vamos a sumergir en una botella de vino sin tener que arrancar el corcho. Suena poco lógico. Pero los amantes nunca asumen una conducta lógica. Y me deleito con tus grietas que se amplían ante el sonar de las vertebras reacomodándose al despertar. Como acordeones desafinados. Y te hundo con mi cuerpo en la cama, te amarro las manos con tus propias pantimedias. Desfigurándonos en un silencio estridente. Como agujas en los ojos. Ciudad. Viernes embriagados por la admiración hacia todo lo que abunda escondido entre paréntesis. Anudados con las piernas. Hasta que salga el sol.

jueves, 30 de septiembre de 2010

Del nectar


miel.
(Del lat. mel, mellis).
1. f. Sustancia viscosa, amarillenta y muy dulce, que producen las abejas transformando en su estómago el néctar de las flores, y devolviéndolo por la boca para llenar con él los panales y que sirva de alimento a las crías.
2. f. Jarabe saturado obtenido entre dos cristalizaciones o cocciones sucesivas en la fabricación del azúcar.

Por su definida viscosidad, lo que menos demora en llegar de mi memoria al ruidoso proyector de imagenes instalado en mi mente, es la ocasion en la que un compañero de primero basico se pringo con miel toda la manga de su abrigo de lana. Al recordar aquel episodio no solo retorno al pupitre que se ubicaba por detras y a la derecha de mi compañero, en medio de aquella sala iluminada por la fluorescencia del cielo raso ante la escasez de luz solar, ambarina y otoñal por cierto, sino que tambien inspecciono mis manos para verificar si se trata acaso de un sueño. El amarillo que cubre y tiñe con notable lentitud los hilos gruesos, parece tomar posesion de todo su brazo. Y en mi, el asombro descomunal. Solo puedo rendirme y entregar tributo a la hechiceria azucara que me retiene. La miel es un producto confeccionado por el diablo, las abejas son sus dedos, el panal su horno. Tal como mi amigo fue presa del encanto, todos aquellos quienes sean caramelizados gustaran de ahogarse en la viscosidad ardiente de este fluido excitante. Lastimosamente hoy mi despensa se ve desprovista de miel. No puedo ni decir que me quede con la miel en los labios. Lo unico que puede acercarse a su radiante vigor amarillo podria ser el vaso sintetico que descansa en medio de mis antebrazos mientras escribo. El sol apenas se destapa, se muestra mezquino con sus rayos que ligeramente se filtran entre las nubes. Disparando una pelicula color ocre sobre la palidez y el moho de los edificios de forma tan aleatoria como traviesa, que parece amanecer y oscurecer cada dos o tres minutos. Hoy en primavera brotare miel para que no nos falte. Nacera de mis parpados pero no se limitara a ellos, se escurrira pringandonos a todos nosotros los subordinados. Hijos de la miel.